Me educaron los Jesuitas; y debo reconocer que me han marcado para toda la vida.

En el Colegio en el que estuve cuatro años interno, cada quincena nos calificaban en las diferentes asignaturas y además en las llamadas “generales”: estudio, urbanidad, conducta y piedad. Yo en las asignaturas normales sacaba muy buenas notas, pero en generales no eran tan buenas. Comprobé enseguida que si mis notas eran buenas, mi señor padre no decía nada de que mis notas generales no fueran tan buenas. Me distaría en el estudio, eso no daba más que para un 7, era un poco trasto y en conducta mi nota más repetida era 8, en urbanidad siempre sacaba 10 y en piedad… La verdad es que salvo que jugaras a las cartas durante la misa, cosa que nunca ocurría, o algo así, la nota más baja en piedad era un 6 sobre 10. Sólo recuerdo una vez en que un compañero suspendió. Yo solía tener 10. ¿Cómo lo lograba? Os cuento…

En el Colegio era obligado asistir cada día a misa: eran 30 minutos en la capilla en los que éramos observados atentamente por algún Padre. Yo iba encantado a misa, aunque mi espíritu a veces, muchas veces, volaba por encima de mí, y mi mente se alejaba de la misa para adentrase en cualquier espacio imaginario de los muchos que pueblan las mentes de los niños entre once y quince años. Eso era un riesgo para que mi nota de piedad bajara. Había una alternativa: en el Colegio había muchos Padres y todos decían misa todos los días a primera hora en las muchas capillas laterales de la Iglesia principal, y cada uno de ellos necesitaba un monaguillo. Esas misas duraban mucho menos, pues no había homilía; algunos de los Padres, los más rápidos, decían misa en apenas 15 minutos, pero era improbable que, incluso para los más lentos, durase más de veinte. Y era más divertido: ayudabas al Padre a vestirse, contestabas en latín, ayudabas a poner el vino, tocabas la campanilla en la elevación, en fin… el trabajo de un monaguillo; muy divertido, sobre todo comparado con lo que suponía simplemente asistir a la misa en la capilla principal. Y la nota en piedad mejoraba hasta llegar al 10.

Yo procuraba ayudar al P. Villoria. Sentía una simpatía especial por él. Era Biólogo y era un sabio. Nos daba Ciencias Naturales. Yo atendía mucho en las clases y, como el tema me entusiasmaba, nunca se me olvidaba nada de lo que él decía; casi no necesitaba estudiar y siempre sacaba nota excelentes. Cuando nadie en la clase sabía contestar una pregunta, invariablemente me preguntaba a mí, que siempre sabía contestarla y él comentaba en voz más baja pero audible: ¡qué chico!, ¡qué memorión! Vamos que nos caíamos bien.

Un día el P. Villoria, al terminar la misa, además de regalarme un puñado de pasas –le encantaban; siempre llevaba una bolsita de ellas a mano- me preguntó: ¿Gustavo tú quieres ser santo? Yo le dije que sí; entonces él me dijo ¿Y sabes que tienes que hacer para ser santo? Pues no, le contesté. Mira, si quieres ser santo, sólo debes concentrarte, todo el día, en hacer cada día mejor lo que ya haces bien. Fíjate bien en eso, no lo olvides; y luego cada noche piensa en lo que haces mal y en cómo corregirlo; pero con eso no te obsesiones; obsesiónate con reforzar tus virtudes, antes que con corregir tus defectos. ¿Tú sabes que todos los santos tienen defectos? Pues no, le dije. Pues sí, me dijo él; y eso no les impedía ser santos. ¿Por qué? Porque tenían tremendas virtudes que habían perfeccionado heroicamente. ¿Me entiendes?; Si Padre, admití, pues le había entendido perfectamente. Me insistió: tus defectos, hijo, probablemente te acompañen a la tumba, irá contigo en tu ataúd el día que te entierren; es muy difícil corregir los defectos; aunque debes intentarlo, no te olvides tampoco de eso; pero lo importante es luchar cada día, durante todo el día, por mejorar tus virtudes. Eso es más fácil, y te llenará de alegría ver los avances, lo que hará que cada día sea más y más fácil mejorar hasta llegar a rozar la perfección. Piensa, Gustavo, que los santos son siempre alegres; no hay santos tristes; si estás obsesionado con los defectos te acabarás poniendo triste; y eso no te ayudará a conseguirlo, te lo imposibilitará.

No se me ha olvidado y nunca me he obsesionado con corregir mis defectos; a lo mejor por eso tengo tantos.
En estrategia pasa lo mismo. Es más importante para una empresa reforzar permanentemente las fortalezas, que obsesionarse con corregir las debilidades.