Publicado el (05-05-2006)

Enlace al artículo en CINCO DÍAS

En estos años pasados en España hemos crecido en renta y en empleo muy por encima de la media de la Unión Europea. Nuestro crecimiento ha estado basado en el tirón de la demanda interna especialmente ligado a la construcción y a los servicios, pero la contribución del sector exterior al crecimiento ha sido muy escasa. Hemos sufrido una constante pérdida relativa de competitividad. El diferencial de inflación de la economía española respecto de la del conjunto de los países del área euro ha influido en el deterioro constante de nuestra balanza comercial. A medio plazo se contempla para nuestra economía un crecimiento menor y un ajuste que vendrá, como siempre, vía empleo. ¿No hay nada que podamos hacer? ¿Debemos resignarnos?

Conseguir que la inflación española sea menor que la de nuestros socios cuando nuestros precios están aún un 20% por debajo de los europeos no parece un objetivo realista. La política monetaria para moderar esa inflación no está en nuestra mano; con tipos de interés bajos no parece fácil contener el consumo privado; y confiar en que nuestros políticos contengan el gasto público -el problema no es sólo lo que gastan sino en qué se lo están gastando- sería ingenuo a la vista de lo que vemos cada día en Ayuntamientos, Autonomías y Administración central.

¿Qué hacer? Todo el mundo señala que la solución es incrementar nuestra productividad.

Pero, ¿qué es la productividad?: la relación entre los bienes o servicios producidos y los factores utilizados. ¿Cómo incrementarla? La productividad depende del uso eficiente de los recursos y eso depende de dos factores clave: capital y trabajo. Para mejorar la productividad lo primero que se le ocurre a cualquiera -lo oímos cada día- es aumentar la eficacia en el uso del factor trabajo: contener los salarios, aumentar el rendimiento de los trabajadores.

Pero eso depende, sobre todo, aunque no sólo, de la inversión en capital, de la mejora de los medios de producción. Por tanto, la inversión en capital productivo debería seguir incrementándose y debería favorecerse desde las Administraciones públicas.

Vayamos un poco más allá. En una economía globalizada e integrada una vía para la mejora es especializarse: debemos dejar de producir lo que no hacemos de forma eficiente y sí producir aquello que se puede hacer más eficientemente; tenemos que centrarnos en los mercados y en los productos para los que tengamos, o podamos tener, mejores ventajas competitivas. Tal vez tengamos más a ganar innovando, haciendo nuevos productos para nuevos mercados más que haciendo mejor lo mismo que veníamos haciendo. Pero para poder cambiar el modelo productivo hace falta promover la flexibilidad; desde los poderes públicos deberíamos facilitar la reasignación de los recursos productivos: mirémonos en el espejo irlandés.

Pero hoy me interesa poner el acento en un aspecto substancial que se pasa por alto, casi siempre, en los análisis. La productividad depende de otro factor fundamental: el talento. Todo lo que hagamos para propiciar que ningún talento se malogre, que todo el que tenga talento se forme y lo acreciente, que la formación sea cada vez de mejor calidad, especialmente la de nuestros profesionales y directivos de empresa, es fundamental. La inversión en educación es rentable a corto plazo.

Finalmente señalaré lo que me parece más importante: está bien acrecentar el talento y sembrar para el futuro pero antes que nada debemos aprovechar el talento que ya hay en las organizaciones. Mientras no consigamos establecer una igualdad real de oportunidades en nuestras empresas, mientras no propiciemos que el único criterio para seleccionar a las personas o para promocionarlas a puestos directivos de cualquier nivel sea el talento estaremos perdiendo la más importante fuente de mejora de la productividad a corto plazo en nuestro tejido empresarial. ¿Cuánto corporativismo absurdo queda por ahí?, ¿cuánto prejuicio basado en qué título tienes, dónde has estudiado, de qué familia eres o a qué clase social perteneces sigue instalado en el mundo de los negocios en nuestro país? Yo lo sé: mucho.

De otra parte, ¿cuánta discriminación hay en la empresa basada en el género?, ¿cuánto nos cuesta en términos de productividad que haya tan pocas mujeres en puestos directivos?: si ellas, las mejores, no están en la dirección, es evidente que hay muchos puestos clave ocupados por personas no tan competentes como si fueran ellas quienes estuvieran.

Estas discriminaciones no sólo tiene un efecto directo; es peor el impacto indirecto: ¿cuánto desánimo y cuánta falta de compromiso generan, entre las personas con talento que contemplan esa forma de actuar, estas actitudes discriminatorias generalizadas?

Eliminar radicalmente la discriminación en las empresas es una revolución pendiente, un cambio cultural que debemos impulsar todos: ¡nos va demasiado en ello!