Dicen algunos – como por ejemplo el Comisario Joaquín Almunia, aunque no es el único, también lo dice, entre otros muchos, Isidre Fainé presidente de La Caixa – que la causa última de la crisis en la que estamos empantanados es la ambición; la razón por la que nos pasa lo que nos está pasando, dicen, es la codicia humana.

Hagamos la preceptiva vista al diccionario de la RAE para aclarar significados: ambición: deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama; codicia: afán excesivo de riquezas; deseo vehemente de algunas cosas buenas.

Todo lo que pasa, el desarrollo y la crisis, tienen esas causas últimas: la ambición y codicia. Sin afán por mejorar, sin ambición, sin codicia no hay progreso ni tampoco habría crisis; estaríamos en la crisis permanente de la inacción.

Sinceramente no veo nada intrínsecamente malo en la ambición ni en la codicia. ¿No habíamos quedado en que la búsqueda del beneficio individual llevaba a todos a las mayores cotas de bienestar colectivo? ¿No era esa la mano invisible de Adam Smith, que gobernaba más sabiamente que ningún dirigente el mundo y la economía?

Lo que ha ocurrido es que los partidarios de la libertad sin límites han pensado que el ejercicio de la libertad era posible sin un marco regulatorio que obligase a todos a respetar unas reglas comunes. No han sido unos ingenuos bienintencionados los que lo promovieron; sabían bien lo que hacían; trataban de moverse en la frontera de la legalidad, del lado de fuera, aprovechándose de la llamada auto regulación.

Ha habido demasiado neoliberalismo dogmático y demasiada intoxicación programada con el eslogan: el estado es el problema y no la solución. Estos neoliberales dogmáticos les han hecho el caldo gordo a los cínicos de siempre, a los que la única libertad que les interesa es la propia. Éstos, más que libres, prefieren sentirse impunes para poder abusar de los demás sin riesgo, mientras encargan a algún ideólogo barato que tenga entretenida a la multitud con su discurso sobre la bondad de la libertad sin trabas.

La asunción de riesgos excesivos, la gestión inadecuada de los bancos proponiendo nuevos instrumentos – que más que de ingeniería financiera eran de juzgado de guardia, o sea auténticas estafas -, la falta de control público en los mercados financieros, la ingenuidad o la desvergüenza de pensar que la auto regulación era suficiente, cuando era evidente que se estaba consintiendo que los desaprensivos se apropiaran de la riqueza de los demás, explotando su deseo de ganar más que el resto, etc.; esas son las causas.

La verdadera causa de cómo estamos no es la ambición ni la codicia, sino la insensatez de muchos, la golfería de algunos y la candidez de la mayoría.

Ahora toca arreglar el desaguisado cósmico echando mano del denostado estado y de su intervención.

Sí, el mercado libre asigna bien los recursos, pero para que ese mercado pueda funcionar hace falta un marco regulatorio claro con un poder coercitivo que garantice que todos respetan las reglas. Eso pensamos los liberales; los verdaderos liberales; los que amamos la libertad de otros, para discrepar de lo que pensamos nosotros, más aun que nuestra propia libertad, para discrepar de lo que dicen ellos.

El mercado asigna bien los recursos, mejor que ningún otro mecanismo, pero no soluciona todos los problemas; disminuye la pobreza, pero incrementa la desigualdad hasta la obscenidad; explota eficientemente los recursos, pero sin pensar en los efectos perversos a largo plazo, que ya están degradando irreversiblemente el planeta; y mantiene fuera del sistema a miles de millones de seres humanos en el límite entre la pobreza extrema y la supervivencia.

Esperemos que este fin de semana los líderes europeos hayan convencido al imperio, y a los demás países, de sus tesis a favor de una mayor regulación y control de los mercados financieros, de su posición a favor del comercio internacional sin cortapisas proteccionistas, y que de verdad para atajar la crisis se haga un gran plan de inversión pública mundial que anime a la deprimida economía de libre mercado.