La piratería es casi tan antigua como la propia navegación. Proscritos y delincuentes en rebeldía atacaban en aguas internacionales fuera de la jurisdicción de país alguno, desde sus navíos piratas – es decir sin pabellón nacional, sólo bajo la bandera negra con las tibias cruzadas y la calavera – a los demás navíos, para robar la carga y capturar a los pasajeros por los que luego se pedía rescate o a los que se vendía como esclavos.

Para atacar al Imperio de España, algunos países, singularmente Inglaterra, Francia y Holanda, -aunque el Imperio turco también lo había hecho antes en el Mediterráneo con los piratas berberiscos del Norte de África- decidieron institucionalizar la actividad otorgando patente de corso a determinados piratas lo que les permitía hostigar a los navíos españoles sin necesidad de declarar formalmente la guerra a España. Son los famosos corsarios, tan piratas como los otros, pero piratas por cuenta ajena, cuyo socio era el monarca de turno que les otorgaba protección y se quedaba con un porcentaje del botín. Enrique VIII e Isabel I de Inglaterra se distinguieron por promover estas actividades con tanto entusiasmo que llegaron a ennoblecer a algunos famosos corsarios como premio a los servicios prestados; así fue con Sir Walter Raleigh, con Sir Francis Drake y con su tío Sir John Hawkins, entre otros muchos más tan famosos como Morgan, Cavendish, etc. Pero por mucho que los ennoblecieran, aunque fueran corsarios, no dejaban de ser piratas.

Hoy en día, frecuentemente al amparo de los mismos territorios que antes servían de puerto base a los corsarios de antaño, en las colonias del Caribe, pero no sólo allí,  se practica una nueva piratería: la de quienes se refugian en los paraísos fiscales para evitar pagar impuestos, para eludir el control fiscal o para almacenar dinero de procedencia ilícita: el llamado dinero negro.

La Isla del Tesoro está localizada -hay muchísimas en el mar y en tierra firme- y ”John Silver el Largo” ya no tiene pata de palo, ni entre sus colegas abundan los parches en el ojo tuerto, ni suelen llevar un loro en el hombro; llevan trajes de Armani. Allí, a los paraísos fiscales, van a llevar su dinero los traficantes de cocaína, los promotores inmobiliarios, los políticos corruptos y toda clase de delincuentes; pero no sólo ellos, cualquiera de nosotros, además de forma legal, puede llevar sus ahorros a un paraíso fiscal y eludir la mayor parte de los impuestos. Claro que si tienes mucho dinero hacerlo te resultará facilísimo y  si eres un modesto ahorrador casi imposible. ¡Ya se sabe!: lo de siempre.

Casi cada país tiene sus paraísos fiscales, en un ejercicio de hipocresía institucional de tamaño descomunal. Se estima que albergan una cuarta parte de la riqueza mundial. Si esta gente pagara impuestos en sus países de origen, con ese dinero, se podrían atender a todos los compromisos del milenio auspiciados por la ONU para desterrar la pobreza del planeta de los que hemos hablado profusamente en este blog.

La OCDE, que ha tratado de combatir el fenómeno pero con escaso éxito, tiene identificados treinta y tres paraísos que al menos «hacen esfuerzos de intercambio de información» mientras que cinco -Andorra, Liberia, Liechtenstein, Islas Marshall y Mónaco – ni eso, “son absolutamente refractarios”. La ONU tiene identificados casi 80.

Ahora, con la crisis -no hay mal que por bien no venga-, Nicolas Sarkozy, presidente de Francia y presidente de turno de la Unión Europea, con el apoyo, esta vez sí, de Alemania, insta a tomar medidas urgentes contra las zonas offshore, o paraísos fiscales: «propongo un sistema muy simple, que ninguna institución financiera escape a la supervisión y a la regulación. Los agujeros negros de los paraísos fiscales deberían dejar de existir».

Si lo hacen podremos empezar a confiar en su voluntad de arreglar esto.

¡Basta ya de hipocresía institucional! Hay que acabar con todos los refugios de los golfos.

Pero, ¿será verdad?